lunes, 16 de septiembre de 2019

Campos de castaños

A Misato Kurihara
- No kimono. Yukata.

  Estaba realmente indignada por tener que repetirlo por enésima vez con un inglés incapaz de enlazar más de tres palabras consecutivas y con sentido. Yo me reí y ella volvió sus ojos al paseo que daba entrada al Fushimi Inari, quizás el templo más famoso de Kyoto. El atardecer hacía de aquel momento algo digno de ser pintado y expuesto en un museo de categoria, los mosquitos hacían que uno quisiese volver a su casa para aplicarse pomada.

  Aquel julio en tierras niponas pasó como un pétalo de cerezo que se precipitaba sin remedio ni salvación. Uno lo veía pasar y parecía que iba a tardar una eternidad en caer pero al abrir los ojos de nuevo, el pétalo yacía en el suelo, tranquilo y calmado, tanto como había sido su caída lenta y majestuosa. La gente iba y venía, se mezclaban los turistas entre la población autóctona. Cámaras, niños corriendo, un carrito de bebé, un grupo de funcionarios, una pareja en plena sesión de fotos... Todo iba y venía en aquella corriente donde me topé con mi acompañante que seguía enfurruñada mirando sus dos teléfonos móviles con el traductor de google abierto en el de la derecha y twitter en el de la izquierda.

  No voy a engañar a nadie: Misato Kurihara no tenía nada de especial. Era una chica más en el tumulto, armada con un pequeño bolso negro que dudaba que fuese de alguna utilidad real. Era bajita, pelo corto, ojos oscuros y tenía las uñas perfectamente cuidadas. Vestía una blusa blanca que dejaba ver las tiras del sujetador y una larga falda azul marino, algo que en Japón parecía ser la moda puesto que era bastante común encontrarse a chicas vestidas así. Sujetaba el bolso con delicadeza, casi la misma con la que posaba sus pies en los escalones del templo. Era julio pero la humedad típica de aquellos meses ese día era menor. Una brisa ligera soplaba de vez en cuando haciendo tintinear sus largos pendientes mientras en mi mente sonaba un rondó capriccioso que me hacía preguntarme el donde estaba y el motivo por el cual me hallaba ahí, subiendo escalón tras escalón detrás de aquella pequeña figura.

  La primera vez que me habló... Lo hizo delante de un cartel sin motivo alguno. La imagen era un plano de la subida con el típico You are here y el punto rojo.

  - ¿Seguro que estoy ahí, señor cartel? -pregunté interiormente.

  Suspiré sabiendo que no iba a obtener respuesta. El cartel parecía estar dibujado por un alumno de una escuela primaria. Uno podía apreciar el esfuerzo que se había hecho a la hora de detallar lo que nos íbamos a encontrar: mucha escalera, algún rellano, bifurcaciones, templos... En pleno análisis del plano fue cuando ella se dirigió a mi. Nos dedicamos un vistazo fugaz ambos sin que nuestras miradas llegasen a conectar. Puso el dedo índice sobre el punto y recorrió con el dedo el camino que debía llevarnos hasta la cima. Se giró y me dijo:

- Loooong.

  Y sonrió. Me sorprendió. Muchísimo. No sé si fue porque me dedicase aunque fuese una sola palabra o si fue porque era a la primera persona del país nipón que usaba brackets. Quizás fue esa resplandeciente amabilidad que salió de su boca lo que me cegó, o tal vez la sinceridad de su sonrisa en aquella larga excursión. Fuese cual fuese el motivo, no articulé ningún sonido que mereciese ser calificado de palabra o respuesta. Seguimos subiendo por el túnel de torii rojo con una sensación de desconcierto. Sentí como el arrepentimiento se apoderaba de mi palmo a palmo. ¿Alguien hace el esfuerzo de hablarte y ni contestas? No se puede decir que sea de buena persona. Seguí subiendo por el camino detrás de aquella figura que si bien era bajita ahora me parecía más pequeña aún, como si estuviese realmente abatida por el intento fallido de dirigirse a alguien desconocido. Y me supo mal.


  Llegamos a mitad del camino. Un poco más de la mitad. Muchos se habían retirada antes, bastante antes. Los que quedamos se podían contar con las dos manos. Al menos los que subíamos. El camino se bifurcaba en tres: un camino no tenía salida y llevaba a un templo pequeño pero los otros dos llevaban a la cima. ¿Qué camino escoger? Vi que la chica llamada Misato Kurihara se sentaba a tomar un respiro. Cogí el camino de la derecha emprendiendo la escalada antes que ella y esperando a tener una nueva oportunidad. Reconozco que tardé más de lo previsto por ir haciendo parones absurdos o haciendo la marcha más lenta con la intención de que ella me atrapase si por un casual había elegido el mismo camino que yo. O, en caso contrario, darle tiempo para llegar a nuestro destino sin tener que esperar. Claro que no pensé en las variantes hasta que no llegué arriba del todo: ¿y si había decidido volver? ¿Aué hubiese pasado si nos hubiésemos cruzado uno hacia arriba y el otro hacia abajo? ¿Iba yo a dejar de subir? ¿Iba a hacerlo ella? Unos niños de primaria con sus mochilas y uniformes llegaron corriendo y se tiraron al suelo cansados por el esfuerzo. Parecían sacado de un manga. Me senté y esperé a que llegase. No sé cuanto esperé hasta que llegó. Pero llegó.

  No voy a decir como reanudé la conversación porque no lo recuerdo. En aquel momento era un amasijo de nervios y pena que sabía que debía abordar a la chica del pelo corto sin saber como. Sé que ella estuvo un tiempo ahí arriba, tomándose su Aquarius con lentitud, sorbos cortos y pausados. Casi rítmicos. En mi mente empezó a sonar la melodía de un vals que seguía el ritmo de sus pasos acompasados. La brisa solpaba con más frecuencia y su falda bailaba al son de las ráfagas. Ahí la abordé con alguna pregunta tonta. Absurda. Intercambiamos cuatro palabras rápidas, buscando el lugar más cómodo del sofa donde para poder charlar a gusto. Me preguntó si bajaba con ella. Renuncié a ir por el otro lado (mi idea era subir por un camino y bajar por el opuesto) porque ¿quién era yo para no aceptar una cita improvisada con una chica japonesa con brackets en pleno Fushimi Inari?

  Y bajamos.

  Y aquella bajada fue una montaña rusa que jamás olvidaré. Entre sus palabras sonaba un solo de piano que iba y venía. Nombres, lugares, estudios, ocupaciones... Cosas triviales. Un hombre dando de comer a los gatos y ella quieta, mirando como el más pequeño de ellos se adueñaba de un trozo de pescado. Una niña lloraba y su padre la regañaba, un helado se derretía y una pareja se reía por lo bajo. Una señora con una escoba limpiando la entrada de un local que servía como lugar de descanso para los vianantes. Unos escolares, los mismos que subieron corriendo ahora bajaban entre palabras y risas. Todo aquello que nos rodeaba, todo lo que iba y venía mientras en nuestra pequeña parcela el tiempo avanzaba a una velocidad distinta, todo más lento. Se acarició la oreja. Se paró posando sus ojos hacia mi dirección. Cuando me giré, estaba con una sonrisa y orgullosa me dijo:

  - Misato Kurihara. Kurihara means... Kurihara means Fields of chestnuts.

  Seguramente fue el tono con el que lo dijo. Aquello no parecía un detalle o una curiosidad. Aquello fue una proclamación que me golpeó con la fuerza de cien sonatas. Era la seguridad y la intensidad con la que transmitía aquellas palabras que se perdieron en el cielo anaranjado de Kyoto pero que se quedaron marcadas en mis tímpanos y en mi piel.

  Después de aquello, terminamos nuestra bajada y nuestra cita. Sus pendientes azules se tambaleaban mientras ella tarareaba una melodía que no conocía. Se separaron nuestros caminos por segunda vez aquel día de forma irremediable. Caía la noche y se iluminaba el Fushimi Inari detrás de su silueta recortada. De fondo, una balada tocada a piano, una balada que gritaba desesperadamente que jamás volvería a ver a Misato Kurihara.

lunes, 27 de mayo de 2019

Desaparecidos: Lila


  No había ninguna duda de que Lila estaba enamorada de Julen. Lo estaba desde el primer día que cruzó el umbral de la puerta de la copistería donde hacía horas extras y costearse la carrera. No había nada que no le llamase la atención, sus facciones eran perfectas, ancho de hombros pero tan fino que rozaba la delicadeza de la porcelana. Sus pecas, su pendiente de aro, su tono de voz... A Lila le gustaba todo eso. Su lenguaje corporal era tan fluido como un río en el deshielo, sobrio, seguro; su lenguaje verbal educado, sin usar palabras malsonantes y siempre dando la información clara y concisa. Desde luego había sido un flechazo para Lila y ella así lo sentía cada vez que él entraba a imprimir o fotocopiar apuntes. Supo que estaba haciendo educación musical, una no solo se fija en la persona si no también en lo que trae. Necesitaba sacar el máximo de información posible para forzar un encuentro casual y quizás tener una conversación fortuita, entablar contacto y aproximarse a ese chico que tanto la hacía suspirar. Óbviamente no era tarea fácil. Lila suponía que Julen usaba el servicio de copistería en épocas finales donde trabajos y examenes se acumulaban a partes iguales, momento en el que ella reducía drásticamente su jornada laboral pues sus estudios de ingeniera no iban a aprobarse solos. Y aún suponiendo esto nadie podía asegurarle a Lila que Julen iba a venir pues es bien sabido que las bibliotecas tienen sus propias fotocopiadoras. Incluso pudo haber ido a otra copistería. Así pasaba las noches Lila tumbada en la cama, pensando en como abordar al joven y sin saber por donde empezar. Así se arrepentía Lila cada noche al llegar a casa porque era consciente de que Julen había aparecido en la copistería y ella lo había tratado como a un cliente más sin saber que quizás era la última vez que lo vería desfilar delante de ella. 

  Pasó un año. Pasaron dos años. Julen seguía acudiendo a la copistería sin fijarse en Lila. Y Lila veía a Julen y no podía quitarle los ojos de encima. Pero no sabía nada de él, no sabía cuales eran sus aficiones, que lugares frecuentaba ni nada de nada. Y más que eso, no había hecho absolutamente nada por averiguarlo. Uno podría pensar que tras dos años coincidiendo en el mismo sitio (y casi en las mismas fechas) podrían haber intimado algo más, quizás preguntas normales que se hacen o hablar del tiempo que siempre es una salida. Pues no era este el caso porque Lila no sabía cuando podía interrumpir a Julen y éste no le prestaba demasiada atención a lo que sucedía a su alrededor. Entraba sonriente, pedía por favor que le hiciesen unas fotocpias de esto y de aquello y salía diciendo adiós y con la misma sonrisa con la que había entrado. Una pena para Lila pues le era imposible entablar una conversación con su amor cada vez más platónico.

  Durante todo este tiempo y prácticamente sin quererlo, Lila se había ido ausentando de sus círculos más próximos. Estaba desencantada con la carrera que había elegido, cansada de sus amigas que presumían de novio y bolso, harta de su familia que la menospreciaba en favor de su hermano mayor. La gente lo notaba y le preguntaba. Lila negaba sin demasiada energía, tampoco era problema de los demás. Era algo que tenía que solucionar ella y no lo iba a hacer. Ni ahora ni nunca. Estuvo navegando durante días en la monotonía en la que se había transformado su vida. Acudía a clase, estudiaba los temarios, realizaba los trabajos y aprobaba con buena nota. Llegaba a casa, se encerraba primero en el baño y luego en su habitación de la cual solamente salía para cenar delante del televisor mientras su hermano afinaba la guitarra y volvía a meterse en su refugio personal. Y lo único que la animaba a no quedarse todo el día postrada en su cama era la posibilidad de cruzarse con Julen. 

  Sucedió durante el tercer año. La vida de Lila iba cuesta abajo, se la veía abatida por las calles, arrastrando los pies como si su alma le pesase toneladas. En mitad de la calle vio a Julen por primera vez fuera de la copistería. Su paso ligero y su pelo paja le dijeron que era él. Iban a cruzarse cara a cara y no sabía donde meterse. Había esperado ese momento durante tanto tiempo que ahora quería huir y dejar esa situación guardada en su imaginación. Deseaba que permaneciese inalterable en la realidad que había creado durante largas noches en vela. Pero iba a suceder. Se iban a cruzar y era inevitable porque ella ya no era dueña de su cuerpo. Julen la miró como intentando recordar de que conocía a esa muchacha pequeña y con vestimenta hippie. Ella le miró a los ojos y le respondió con un movimiento seco de cabeza incapaz de recordar. Lo que Lila había esperado una eternidad terminó en apenas unas décimas de segundo. Ella esperó a que su mundo se derrumbase con estrépito pero no llegó a suceder nunca. 

  Lila respiró aliviada. Su mundo imaginario seguía intacto. Se giró para ver a Julen alejarse mientras le dedicaba unas pocas palabras: 

  - Julen, Julen. Que pena que no huelas a mar. 

  Y Lila desapareció de la ciudad como si nunca hubiese existido.