domingo, 2 de agosto de 2015

Querida Diana (IV de IV)

  Si os digo que hice durante mi día libre no os lo creeríais. O si porque llegados a este punto creo que era la única opción que me quedaba. De la noche al día Querida Diana se había convertido en mi tablón salvavidas, sin yo quererlo aunque una parte de mi era lo que buscaba. Deseaba que Querida Diana se alejase, se marchase, se muriese. Quería que desapareciese como si nunca hubiese existido. Borrada de la faz de la Tierra, de toda memoria y yo feliz con mi vida delante de la caja del supermercado, con mi chapa y mi uniforme. Pero eso era lo que anhelaba porque sabía que la parte irracional de mi mente deseaba abrazarla y amarla, besarle las manos y las mejillas, perderme entre sus senos y naufragar entre sus piernas. Todo ello conformaba un caos llamado Querida Diana. Ese día llamé a mi pareja y una hora después y litros de lágrimas vertidas sobre el suelo, me quedé a solas, con el teléfono en mi mano y sin respuesta en la otra línea. Sentía que debía hacerlo. Las doce del mediodía, la hora de comer para los turistas que se amontonan por las calles del pueblo, la hora de mayor densidad de personas en apenas unos metros cuadrados. Me lancé a la aventura, me puse la mochila y me armé con mis cascos y salí a buscar lo que tanto tiempo llevaba buscando. 

  Durante tres horas anduve sin rumbo alguno, perdiéndome entre la multitud, pasando por todas las aceras, pisando fuerte, repasando todos los rostros que se cruzaban conmigo tratando de encontrar esa mirada de hielo, esos ojos azules casi blancos que tantas veces habían penetrado mi alma. Tomé aliento en un banco. Un banco en la plazoleta donde se veía aquel edificio rancio y feo que enamoró a Querida Diana. Necesitaba pensar, crear un plan de acción para que mi búsqueda fuese más sencilla. No era tarea fácil, no tenía ni idea de donde podía alojarse ni donde podría ir a comer. Empecé a trazar una área teniendo en cuenta que venía a comprar al supermercado en bastantes ocasiones. Listé sitios en los cuales podría estar en esos momentos y las rutas por donde podría pasar. Viéndola se me ocurrió que le gustaba andar a solas y por lo tanto se escondería del gentío de las calles más transitadas. También sabía que era de andar lento así que supuse que yendo rápido me acabaría encontrando con ella, más temprano que tarde. 

  Empecé a recorrer calles poco a poco, sin prisa pero sin pausa. A medida que las horas avanzaban sentía que la frustración invadía mis venas y el nerviosismo empezaba a circular a toda pastilla por mis arterias. Sudaba porque no sabía muy bien que hacer ni a donde ir. El maldito plan no resultaba y el lento devenir del tiempo lo hacía insufrible. Quería gritar, arrancarme los ojos y lanzarlos muy lejos, atravesar mi cráneo con los dedos y dejar que el sol fundiese mi cerebro. Respiré hondo y y miré a mi alrededor. Nada que fuese interesante, una calle vacía... Justo el paisaje que atraía a Querida Diana. Era buscar una aguja en un pajar, una misión imposible. Me senté en el borde de la acera y me pregunté si todo lo que hacía era en vano. No quería admitir la derrota pero ésta era inapelable. Ni siquiera había considerado la posibilidad de que hubiera partido ya a su casa de nuevo. Una parte de mi quería irse a casa pero otra se negaba a que Querida Diana hubiese desaparecido como humo y que lo hiciese sin mi. No me cabía en la cabeza. Arrastré los pies una, dos, tres calles. Arriba y abajo, fui perdiendo la cuenta de cuantas veces repasé una y otra vez las calles, cuantas veces limpié los locales cercanos buscando esos ojos azules casi blancos. 

  Me volví a casa. Me cansé de buscar, mis ánimos estaban bajo cero. Siempre tenía la esperanza de que me iba a sorprender en una esquina, en una plaza. Incuso cuando abrí la puerta de mi casa esperaba que ella me recibiese con esa sonrisa burlona que me había enamorado. No estaba ahí y no iba a estar nunca. Estaría dando saltitos por la calle o metida en el avión rumbo a su casa. No tenía ni idea. Se me escapó una lágrima, la decepción se notaba en el ambiente. Durante una hora me encerré en mi habitación, no me apetecía comer o hablar. Quería estar con ella pero era tarde. El rechazo del principio pesó demasiado. Mi perfecta obsesión de no querer amar o más bien de querer elegir a quien querer hizo que me estampase de bruces contra un muro una y otra vez. Jamás rompí el muro y ella se marchó para siempre. Salí de la habitación y miré a mi madre. Recogí la ropa y encaminé mi cuerpo marchito a la ducha. Tal cual entré en la ducha oí que mi madre me llamaba:

- Helena, la cena está lista. 

  Yo no quería pero le respondí afirmativamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario