miércoles, 23 de noviembre de 2016

Rojo sobre rojo no es granate: desayuno.

A Rojo, por dejarse admirar.  


  Las diez y media y yo volvía a llegar tarde. Había calculado mal la ruta que nos llevaba al punto de encuentro y volvía a hacerla esperar. Intento ser puntual pero siempre hay algo que no sale bien. Un día fue un camión, otro día un coche de la autoescuela y otro día la cola del banco. Claro que seguramente se hubiese solucionado si fuese lo suficientemente previsor para salir diez minutos antes. Por si acaso. 

  Ella estaba sentada en un banco de madera leyendo un libro. No me fijé en la portada ni en el título. Tampoco le pregunté, no me interesaba demasiado. Habían pasado meses que parecían años y que podrían haber sido siglos de haber vivido eternamente. Se levantó y me saludó, no sin antes soltarme una reprimenda por ser impuntual. Lo hacía con la mirada fija y con un asomo de sonrisa que me ayudaba a entender que aquello no iba en serio. Nos dimos los dos besos de protocolo. Y digo de protocolo porque tenía la impresión que a ella no le hacía especial ilusión dármelos y yo a ella tampoco. Ninguno de los dos tiene el don de transmitir sentimientos, más bien de escondernos bajo mantas y sábanas, de construir murallas que llegan hasta el más allá y de caparazones duros donde asomamos la cabeza cuando nos interesa pero nunca jamás dejamos entrar a nadie. Llevaba su abrigo rojo con el que la había conocido. A veces creo que cuando llegue el momento, la enterrarán con ese abrigo puesto. Tiene otro de azul oscuro pero ese no es suyo, no le pertenece. A ella le pertenece el rojo y punto. Lleva una mochila o bolsa, llamadlo como queráis donde seguramente lleva recogida su mimada cámara de fotografiar. Yo llevo mi mochila negra y amarilla y también llevo la cámara. No sé muy bien para que la llevo pero si no lo hago se enfada. Mientras andamos le explico un poco de mi vida, le hablo del horizonte que va más allá del hilo azul que se abre por la Costa Brava, de como sigo tirándome detrás de balones de baloncesto, de las veces que he llorado por esa chica de la que tan enamorado estoy sin ser correspondido. Aquí ella me corta y me dice:

  -Tens por que sigui l'última vegada que t'enamoris així.
  
  Pienso, busco una respuesta mientras encaramos la entrada de un bar. Mientras, ella inhala una calada de su cigarro y lo tira. Me mira aunque yo no la miro a ella. Me quedo un poco quieto y le doy mi respuesta:

  -Tinc por de que sigui l'única vegada que sento amor així. 

  Sonríe y me sujeta la puerta para que entre delante suyo.

  Ella elige acomodo, ella sabe cual es la mejor mesa y las mejores sillas y yo únicamente la tengo que seguir. Es un bar normal y corriente, con sillas de madera, con azulejos en paredes y suelo que le dan un toque veraniego. Tienen un par de cuadros colgados, un espejo, unas cuántas fotografías de distintas épocas y dos camareros jóvenes que se mueven con rapidez. Uno de ellos está detrás de la barra, sentado, absorto con su teléfono y tecleando la pantalla. Debe ser un móvil táctil de estos que todo el mundo tiene excepto yo. Ella vuelve a regañarme: 

  -Compra't un teléfon ja i posa't whatsapp que no sabem res de tu, coi. 

  Sabe que no lo voy a hacer pero por intentarlo no pierde nada. Desayunamos. Un café con leche y un bocadillo pequeño. Tampoco se trata de la gran cosa, estamos más para charlar que para comer. Ella me habla un poco de cine y series, de su vida en Girona, la tesis que le amarga la existencia y de fotografía. Aquí me vuelve a regañar con gesto serio cuando le digo que hace un año mínimo que no toco la cámara. 

  -Doncs molt malament noi- me dice.

  La verdad es que me da un poco de vergüenza cuando me mete estas pequeñas broncas porque sé que tiene razón. En cierto modo me hace sentir culpable. Creo que debería invertir más tiempo en mirar series, mirar películas y hacer fotografías, así tendría más cosas que compartir con ella. Pero tampoco son mis pasiones, son las suyas así que utilizo el tiempo que puedo y muestro el interés que tengo. Miro mi cámara de fotografiar la cual ya ni recordaba el tacto que tenía. Trasteo con ella a la vez que ella está viendo sus últimas fotos. Me debato entre la admiración y la envidia, con la mirada clavada en ella y en el movimiento de sus manos. Va murmullando cosas y va pulsando botones, no sé si es el de borrar o el de ampliar y tampoco importa. Cada vez que levanta levemente la vista para ver que hago agacho la cabeza y hago ver que juego un rato con mi cámara. Rápidamente vuelve a su faena. Pasados unos minutos me empieza a enseñar fotos, me explica cosas del diafragma y de la obturación, me da consejos y me hace un recordatorio rápido de como funciona mi máquina. Le pregunto porque realmente me interesa. Me interesa la fotografía y me interesa que ella me siga hablando, que siga estando ahí. Me mira y me pregunta:

  -Ho has entés?

  Asiento con la cabeza aunque no sé si es del todo verdad. 

  Seguimos hablando sin fijarnos en el reloj. Paga ella puesto que yo he hecho (según ella) el esfuerzo de venir hasta aquí y ya me he dejado suficiente dinero en gasolina. Añade que lo importante es que he invertido mi tiempo en venir a verla. Le digo que es una inversión bastante fiable y segura, que no tiene mucho riesgo. Vale la pena. Damos un rodeo. Y dos. Y tres. Me obliga a tirarle fotos a todo lo que se mueve. Y a lo que no se mueve también. Obedezco y me pongo a tirar fotos como un poseso. Ella va mirando el resultado y hace indicaciones sobre errores o me da la enhorabuena por hacerlo bien. Va pasando el día sin que apenas nos demos cuenta. Cazamos momentos e inmortalizamos instantes a cada paso que damos. Es más bonito ver el mundo a través de un objetivo, te permite ver lo realmente importante y enmarcar aquello que quieres expresar sin tener que recurrir a las palabras. 

  Cuando me doy cuenta son las dos del mediodía y tengo un largo trecho hasta llegar a casa. Tengo que ir a buscar el coche aún y salir a la autopista lo que no sé cuanto me va a llevar. Soy bastante desorientado para estas cosas. Antes de darme tiempo ella me invita a quedarme a comer y a hacer una especie de excursión por la tarde. Acepto casi sin quererlo, como si llevara toda mi vida esperando a este momento. Se pone a andar y la sigo. Miro mi cámara de fotos y empiezo a reflexionar sobre su uso. Dudo de si quiero fotografiar o si simplemente me la compré para estar más cerca suya. Me pongo en posición de ataque, guiñando el ojo y con el dedo encima del disparador. Ella es el centro de atención de una foto que jamás existirá pero que guardo con recelo. Ando mirándola a través del objetivo. Me pregunto si estando así sería capaz de mirarla a los ojos. No lo sé pero sé una cosa:

  Rojo me da seguridad. 

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