sábado, 8 de diciembre de 2012

Una mirada a una plaza de Girona

   Sentado en las escaleras que dan acceso a la Catedral de Girona, con una mochila a la espalda y una botella medio llena o medio vacía según la perspectiva, miro los rostros de la gente que pasa por la calle enlosada con grandes piedras. Me fijo en cada una de las personas que van pasando a la vez que me pongo a pensar en la cantidad de gente que me debo haber cruzado a lo largo de mi vida. Debían ser como un millón aunque tenía la sensación constante de que en ocasiones me parecía un número elevado mientras que a otros momentos se me quedaba exiguo. Lo que era imposible que yo supiera era la cantidad de caras que habían desaparecido del mundo real, cuántas se habían vuelto a cruzar conmigo y de como habían cambiado éstas. Pensé en que tal vez, alguna de las personas que pasaban ahora ante mí habían coincidido conmigo en otro tiempo y espacio. Ahora pasan todo tipo de personas: trabajadores, madres, ancianos y niños corriendo, alguna moto de correo, parejas de jóvenes enamorados o grupos de estudiantes dibujando el paisaje. No me puedo imaginar la cantidad de gente interesante que habita el mundo, la de amores perdidos que se marchan sin conocerlos y las amistades que no existieron. Reflexiono sobre el contexto en el cuál estoy, en la realidad en que me muevo y en todas esas personas que acabo transformando en gente. 
  Me levanto en el momento justo en que el Sol se asoma entre las densas nubes del atardecer y me acaba cegando, y a su misma vez, oigo el repicar de las campanas, el ruido de una caja de botellas de vidrio cayendo con estrépito al suelo y el estruendo de mil pájaros levantando el vuelo desde alguna fachada cercana. Vuelvo a sentarme con calma. Y sentado en las escaleras que dan acceso a la Catedral de Girona, con una mochila a la espalda y una botella medio llena o medio vacía según la perspectiva [que es lo único que importa], escucho el ambiente que me rodea...




Foto de Mar Gironell Pol.

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