Irene estaba
acurrucada en una manta, en el otro extremo del sofá con una taza de café
caliente en las manos y con los ojos clavados en el televisor apagado,
iluminada únicamente por la luz de una vela que había sobrado del último
apagón. Hacía veinte minutos que había llegado, y hacía casi una hora que el
temporal había dejado sin electricidad a todo el vecindario. Corría el 18 de
noviembre y el frío era ya considerable. Miré en dirección a Irene, aunque
apenas conseguía vislumbrar su figura entre las capas de oscuridad y manta que
la hacían casi desaparecer. Apenas se había movido desde que llegó, tres
minutos antes de que tocaran las nueve, así que yo intuía que ella seguía en el
mismo sitio donde la vi con nitidez la última vez.
Llegó empapada
y visiblemente fatigada. Su gabardina azul marino se había tornado en negra,
las botas estaban llenas de agua, las medias mojadas y el pelo le caía hasta
sus oscuros ojos. Llevaba la capucha puesta aunque no le sirvió de mucho: el
cigarro que sujetaba con la mano izquierda había quedado totalmente inservible
y las gotas de la lluvia aún recorrían sus mejillas. La tuve que iluminar con
la vela poco a poco para adivinar quien era y de donde venía. Parecía que el
diluvio la había pillado en medio de la calle y no había tenido tiempo para
refugiarse.
Noté que se
movía y eso me hizo volver al mundo real. Vi como alargaba su brazo para dejar
la taza supuestamente vacía encima de la mesa, luego se acomodó en el sitio y
se encogió dentro de la manta que e había prestado. Al lado de vela seguía el Ecce Homo y el cigarro mojado que había
traído con ella. No cruzamos demasiadas palabras y tampoco había nada que
decir. Estiró las piernas y llegó a tocarme con la punta de los dedos y luego
volvió a meterse en su refugio de tela. Ni siquiera se disculpó, y si lo hizo
no pude verlo porque ambos estábamos en una oscuridad que limitaba nuestro
campo de visión.
Recordé que
tras mirarla de arriba abajo la invité a entrar. Se metió en mi habitación y
esperó a que volviera. Cogí una toalla que tenía en un armario del lavabo para
que se secase y le facilité un pijama para que pudiera cambiarse. Se quitó la
ropa mientras yo esperaba fuera de la estancia a oscuras. Pasados cinco minutos
salió envuelta en la manta, tiritando y dándome la vela que iluminaba la
escena. Cogí la luz que me ofrecía y me encaminé hacia la cocina. Allí abrí el
gas, coloqué la cafetera y preparé un café para que Irene entrara en calor. En
ese lapso de tiempo ella no dejó de tiritar. Seguía con el pelo mojado y parecía
que se había encogido, tal vez porque el pijama le venía enorme [y yo me la
imaginaba así] o porque nunca me había dado cuenta de lo pequeña que era en
términos físicos.
Tocaron las nueve y media. Desde que nos sentamos en el sofá no habíamos hecho ademán de levantarnos. Nos habíamos movido levemente para activarnos o para coger algo, pero nunca habíamos tenido intenciones reales de abandonar nuestro asiento. La vela se consumió y la luz desapareció de la estancia. Irene alargó el brazo y alcanzó lo que luego vería como un punto naranja en una pared negra: su paquete de tabaco que debía guardar en el bolso. Noté como el humo entraba en mis fosas nasales y recordé aquel cigarro mojado e inservible con el que ella se había presentado en mi casa. Un relámpago nos iluminó una fracción de segundo y solo en ese momento vi a Irene en su totalidad. Estiré la mano y le cogí el cigarro de la boca. No sé que pensó pero yo, que había dejado de fumar hacía cinco años me lo metí entre los labios y le di una calada.
Foto de autor desconocido
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