miércoles, 27 de marzo de 2013

Infinito (o eternidad)


  Infinito es un pueblo situado en un lugar profundo y lejano, cerca del Fin del Mundo y las bestias que lo habitan. En este recóndito lugar había una pequeña playa flanqueada por dos grandes rocas que terminaban en una fuerte pendiente. También había un pequeño bar y cuatro casas, unido todo ello por un camino de arena fina bien cuidado y bordeado por fina hierba mojada por el rocío de las mañanas. Una muralla envolvía la aldea con una única puerta y un puesto de vigilancia en lo alto de una torre baja pero suficiente para visualizar el sitio.
  Un anciano estaba de pie en esa ancha muralla de piedra. Estaba muy quieto, sin apenas parpadear. No se movía nada. Miraba fijamente el denso bosque que se abría en el exterior aunque sin objetivo concreto. Nada había allí que llamase la atención como para quedarse en aquella rara posición durante semanas. El viejo seguía congelado ante el paso del tiempo observando aquello que nunca existió.
  Una chica joven estaba sentada en la terraza del bar. Delante suyo, un  vaso de cerveza lleno y que no había sido tocado y la cuenta pagada con propinas. También había dejado el monedero y su cartera encima de la mesa. Su mirada también estaba posada en la nada más absoluta, como si al dejar los documentos encima de la mesa hubiese perdido toda la identidad. El camino de arena quedaba justo donde ella quería visualizar algo pero nadie ni nada pasó por ese corto sendero, y, aun así, ella siguió esperando.
  Un padre de familia se hallaba sentado en una barca rota que descansaba sobre la arena de aquella pequeña playa. Quizás hubiese servido de algo en un pasado remoto pero ahora resultaba inservible. Inútil también parecía aquel hombre con los ojos apagados, perdidos en el interior que aquel cuerpo inerte. Era evidente que seguía vivo pero era como si toda vitalidad se hubiese consumido. Y aunque su mirada se perdía más allá del mar, realmente se estaban asomando por el abismo de su interior, sin ver nada, sin entender nada, sin sentir nada.
  Dos mellizos de mediana edad y cogidos de la mano se sentaban en lo alto del precipicio cercano al mar. Los dos se fijaron en una roca que depende de la perspectiva se podía intuir la forma. No transmitían emoción alguna, simplemente intentaban analizar aquel trozo de piedra de manera que uno no vio nada y la otra vio de todo. Y así, sin hablar intentaban definir lo que habían visto, sin dejar de mirar su objetivo.
  Un guarda seguía el rastro de las nubes que ya no recordaban la última vez que se movieron. No soplaba el viento, no hacía ni frío ni calor, la lluvia era innecesaria y el cielo azul se visualizaba nítidamente. Quizás estaba ese hombre de uniforme ralo pensando acerca el movimiento cíclico de la meteorología, buscando una lógica que sobre esas premisas nunca iba a existir. Pero no era esa su cara. Su rostro más bien explicaba que tenía la mente en blanco, inconsciente y con el alma vagando por algún lugar recóndito del universo paralelo donde se situaba Infinito.
  Y ahí estaba yo, delante de aquella enorme puerta de madera, sin equipaje alguno y con la poca seguridad de si estaba obrando bien. Me quedé mirando el pomo de la puerta en forma de tigre. No me extrañó pero pensé acerca ese tigre. Normalmente se veían leones pero no era este caso. Luego empecé a encadenar pensamientos,  uno tras otro hasta que llegué a un punto muerto. Y así fui haciendo, cavilando como si la vida dependiera de ello hasta que no tuve nada más sobre lo que reflexionar. Pero yo seguí allí, impasible, mirando ese pomo dorado, desgastado y en forma de tigre.

Cuadro de Egon Schiele La Casa de la Curva.

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