sábado, 20 de diciembre de 2014

Oda a un escritor triste

Casi me juré no volver a escribir. Casi. No lo hice por aquella máxima que dice nunca digas nunca, tan típica como real. Aquí estoy, empuñando pluma y papel, dispuesto a hacer algo que no hago en mucho tiempo. Si, dos meses sin escribir pasan como un tortuoso camino que te lleva al abismo de los infiernos, en compañía de malas personas que ríen a tu costa. Durante el periplo me di cuenta de lo importante, de lo vital que es para mi el escribir. Porque soy un negado en todo (incluso esto), porque soy patético utilizando la boca en lugar de las manos, porque mientras menos escribo, más callo, y cuanto más callo, más daño me hago. No escribir es un acto a lo bonzo, un kamikaze sin esperanza que busca estrellarse lo más rápido posible, tratar de ser héroe, morir y ser recordado hasta el fin de los días. Escribir es todo lo contrario, es un acto solidario en que uno expresa algo que otros escuchan y opinan.

No escribo por mi. Nunca lo he hecho, nunca lo hago y nunca lo haré. Y si, es un desafío a la máxima de nunca digas nunca. No valgo tanto la pena como para dedicarme unas líneas. Una persona que no puede escribir con una sonrisa no merece un texto. Una persona que se deja arrastrar por un bucle de tristeza interior, que no lucha a contracorriente si no que se deja llevar y disfruta del viaje... Alguien así no merece unas líneas. Yo escribo por gente que vale la pena, por ella, la que juega con su cigarro mientras revisa sus mensajes. Unidos por el hilo rojo de su pelo, su media melena, su perfil que roza la más absoluta belleza. Me pide que diga algo y yo estoy sin habla. La veo vivir y eso es mi vida, verla mientras ella se aleja. Aprovechar ahora que la distancia es más corta porque pronto estaremos sentados uno frente al otro y yo ya no podré verla. Ya no podré sentirla, mi voz olvidará su nombre y mis ojos verán una sonrisa imperfecta. En remotas galaxias nos hallaremos, en realidades paralelas, en dimensiones distintas, en mundos mudos que no se reconocen. Ese espacio mío que habito yo con mi yo y mi tristeza.

En esa soledad mi ego escribe montones de hojas que se queman más tarde por no poder satisfacer sus ansias de grandeza. Todo está creado, todo está inventado, todo está escrito. No creo en el destino y sé que no debo esperar. Lo que tenga que venir... Igual no viene. La luna sonríe de las desdichas que sufro, a cada paso, a cada minutos, a cada segundo, a cada paso... Siempre en dirección opuesta a mi. ¿Qué seremos? Quizás meras sombras de una relación que existió un día y dejó de hacerlo de pronto por mi incapacidad de transmitir lo que tengo muy adentro. Vuelve a dejarme sin habla, vuelve a hacerme sonreír, vuelve a quitarme las ganas de escribir que no quiero ser triste, no quiero seguir en la prisión del bloc de espiral ni de un bolígrafo Bic que me lanza furtivas miradas cada vez que lo abandono. Dame motivos y dame esperanzas, mírame y agárrame la mano, no me dejes solo. Otra vez. Y si la vida da mil vueltas que dé mil y una para poder volver a encontrarte, y si las oportunidades vuelan que vuelen alto hasta que tengan que caer en mi regazo mientras leo a Delibes a la sombra de un ciprés alargado. Fugitivo del folio, guárdeme cerca de ti, en un abrazo o en una caricia que soy de los que no molestan, de los que se conforman con verse reflejado en tus ojos una noche de cruel invierno, esperando a que llegue la primavera y con ella, las mariposas que salen del cascarón del estómago para salir por la ventana de mi boca. 

No castigues más a mi orgullo sonriendo a otra gente. Sugiero un encuentro en el cielo, con platillos de neón y sillas de madera, bolsos de terciopelo y un pedazo de algodón de azúcar. No soy mejor por ser nadie, ni soy peor por dejar de serlo. Me levanto cada mañana con un nudo en la garganta y su imagen en el techo blanco de mi habitación mientras en otra habitación perteneciente a otro mundo ella se acurruca y se esconde bajo una fina sábana de seda. Violines cuando entro en el lavabo, camino despacio para recrearte lentamente, deseando que una luz cegadora me borre de la memoria todas y cada una de sus visiones, pidiendo que ojalá pueda olvidar su voz, que las calles borren sus huellas. Demacrado, desarmado y desalmado, así vivo el amor y el dolor. Dolor fruto del amor, me mira y me sonríe. Puñal y daga me atraviesan siempre en ese instante, deseando por medio segundo que ella pueda leerme la mente. Y en ese instante se levanta una breve brisa, yo olvido todo lo que siento, lo aparco y me limito a ladear la cabeza de vez en cuando. El reloj marca las horas (y no debería), apurando las últimas décimas me sale no decirle nada, no tocarla, no abrazarla y no quererla. Y mientras ella se despide, yo avanzo por el corredor de la muerte como un reo que anhela llegar al final de ese estrecho y maloliente pasillo, convencido de que nada es tan insoportable como vivir una vida triste.

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