jueves, 11 de junio de 2015

Querida Diana (parte I)

  Su figura destacaba entre la muchedumbre que iba pasillo arriba pasillo abajo de aquél pequeño supermercado. El establecimiento no era muy grande y tenía lo justo: una sección de alimentos, una de limpieza, una de higiene y poca cosa más. Me encontré dando la espalda a la caja de la cual me ocupaba mientras la miraba con una mezcla de devoción y envidia. Un cliente me sorprendió clavando sus ojos y murmurando algunas palabras de rabia. No sé cuanto llevaba ahí y no me importaba. Ni le miré, pasé sus productos y le solté el precio con cara de asco. Ella se había perdido por alguna esquina pero sabía que tarde o temprano la iba a enfrentar. Al cabo de unos siete minutos atendiendo la vi al final de la fila, hablando con sus acompañantes. Vestía un vestido blanco y verde claro, un pañuelo azul y calzaba unas sandalias que parecían salidas del vertedero más cercano. Era horrenda mezclando colores. Vaya si lo era. 

  Pasados tres clientes le llegó su turno. Fue sacando las cosas del carro poco a poco sin que los demás le prestasen demasiada atención. Quizás se habían acostumbrado a su presencia. Levanté la vista y vi que iba acompañada de un chico de unos veinte años, bastante alto, quizás cerca del metro noventa y ojos marrones claros. Fuera de su altura no tenía nada que llamase la atención. También iba con un señor que supuse que era el padre de algunos de los dos jóvenes (o de los dos). Era canoso y se movía con cierta lentitud, como si le pesase la cámara de fotos que llevaba. La mujer no paraba de mirar el teléfono y de girarse metiendo prisa a sus acompañantes. Iba con una pamela pasada de moda y una camiseta roja horrenda. Me dije que su gusto se parecía al de la chica que seguía atareada sacando la compra así que debían de ser familia por narices. 

  Pasé los productos por el cristal con desgana, esperando a que sonase el pitido que hace toda cinta de supermercado cuando lee el código de barras. Atendí que habían comprado multitud de comida para picar y productos de higiene personal. Y una caja de condones que me quedé mirando como si de un Picasso se tratase. Noté que ella me miraba pero no tenía ganas de cruzarme con nada ni nadie en esos momentos. No la conocía, no sabía quien era y no me gustaba un pelo. De fondo sonaba una canción pop de los 40 lo cual hizo que la escena no mejorase en absoluto. Les dije el precio final y los cuatro se quedaron mirándome fijamente con una sonrisa de amabilidad. Claro, no entendían el idioma supuse. Malditos turistas.Les giré la pantalla con el precio para que lo viesen e inmediatamente después sacaron sus monederos y carteras y empezaron a discutir supuse sobre quien demonios iba a pagar. No habían tenido tiempo antes para zanjar el asunto que lo tenían que hacer en mitad de la cola que se alargaba por momentos. Quise decirles algo pero aquella chica me sorprendió. Estaba quieta mirándome, con el grupo sin formar parte de él. Se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa cargada de disculpa, avergonzada por lo que estaba haciendo. Yo me quedé mirándola un buen rato, tenía unas facciones bastante marcadas, unos pendientes en forma de hoja de roble y unos ojos azules que por momentos se transformaban en blancos. Agachó la cabeza un rato después como si hubiese tenido miedo de que yo le hubiese leído los pensamientos o algo por el estilo. Sentía que en ese momento todas las miradas del supermercado se posaban en ella. El grupo seguía hablando, a veces muy serios, otras más alegres, insistiendo unos sobre los otros. El resto éramos espectadores de ese perfecto lienzo donde ella encarnaba a la Libertad que años atrás pintó Delacroix. Yo no sabía si formaba parte de todo aquello. Hubo un instante en que me pareció estar en sintonía con la chica que iba lanzándome ráfagas de miradas. Nunca se volvieron a cruzar nuestros ojos. Quizás habían pasado tres minutos, quizás tres años o quizás tres siglos pero me di cuenta de que el chico estaba tratando de pagarme y parecía que llevaba un rato intentándolo. Los miembros que formaban parte de la cola tampoco parecían haberse percatado de él. Recogí el dinero y les devolví el cambio. Entonces la pintura se transformó en película, ella salió impoluta y de forma majestuosa y así se perdió calle abajo. Yo seguí tratando clientes sin quitarme de la cabeza ese vestido blanco y verde que había sido tejido para la ocasión.

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