jueves, 18 de junio de 2015

Querida Diana (parte II)

  El maldito trabajo de verano me tenía hasta las narices. Me estaba cansando de tratar con idiotas e imbéciles a partes iguales, de gente que no paraba de hacer comentarios sin gracia, grotescos y de persones que se creían los reyes del mundo. Me empezaba a joder todo, la música de los 40 que sonaba durante toda la jornada laboral. Lo peor sin discusión alguna era poner buena cara, usar palabras amables y tratar bien a clientes que eran unos auténticos capullos integrales. Eran las peores diez horas de la historia porque la tortura empezaba tan pronto salía por la puerta de la casa y no terminaba hasta que me quitaba el uniforme. Cada noche antes de acostarme pensaba que no podía ser peor pero el destino era caprichoso y me mostraba que no hay nada imposible. Al cabo de un par de semanas me acostumbré y terminé pensando en cuan malo iba a ser el día siguiente y en cuántos idiotas me iba a cruzar. Esos eran mis pensamientos que se agolpaban en mi cabeza en mis horas libres. La mayoría de veces la ducha se los llevaba con el sudor acumulado, otras se quedaban durmiendo en mi cama, acurrucados a mi y haciéndome pasar una calor terrible. 

  Tras conocer a esa chica mi rutina cambió ligeramente. Sus ojos azules casi blancos y su mirada me habían penetrado hasta lo más hondo de mi conciencia. Salí del trabajo con la cabeza gacha. El sol empezaba a esconderse y la calor iba dejando paso a la insoportable humedad de las cortas noches de verano. Justo al salir tenía la mente absolutamente en blanco aunque tras caminar unos metros me encontré indagando en mi memoria, tratando de recordar cada curva de la figura de esa chica, algo a parte de sus ojos azules casi blancos que me habían cautivado. La vi con esa sonrisa de disculpa y con esa expresión alegre, con esos gestos que llamaban la atención, esa presencia que congelaba el espacio y obligaba a la gente a dejar cualquier cosa que estuviese haciendo para mirarla. Mi cabeza fue dando rodeos absurdos con preguntas que no iban a tener respuestas. Me acordé de sus tres acompañantes. Había un chico joven que no pude describir pero que imaginé era su pareja, su novio. Lo maldije en voz baja, susurrando, como si necesitase oírme para saber que pensaba eso de verdad. Cuando me di cuenta del tiempo que había invertido en estos pensamientos me vi enfrente del espejo con el pijama puesto y el cepillo de dientes en mi mano izquierda. Genial, había perdido toda la tarde por culpa de unos desconocidos. Los volví a maldecir mientras me metía en la cama y deseé no tener que volverlos a ver nunca más. 

  Mis deseos no fueron escuchados por nadie y me la encontré a primera hora. Llevaba unos tejanos cortos y una camiseta abierta desde la axila hasta la cintura. También lucía unas Converse azules y un pañuelo totalmente blanco. La escena era muy pintoresca. Estaba ella en mitad de una pequeña plaza en plena mañana sin que nadie pudiese molestarla. Tenía los ojos posados en un edificio, un bloque de pisos normal y corriente. Había como mil bloques de pisos como ese, quizás eran más altos, más bajos, de color amarillo o de color blanco pero esa chica miraba admirada y con expresión de incredulidad el edifico que se alzaba delante suyo. Con la piel de gallina, daba la sensación de que estaba observando algo que fuese a pasar a los anales de la historia, como si del David se tratase. Miré durante un rato aquello que había traído toda su atención y no encontré nada especial. O ella estaba estudiando arquitectura y había algo espectacular que escapaba a mi entendimiento o era una persona profundamente gilipollas que se había enamorado de un piso feo, ennegrecido por la lluvia y sin balcones. Tras un instante de vacilación, vi que aquello no iba conmigo y que no me importaba lo que esa chica estaba haciendo con su vida así que recogí mis pensamientos, los guardé y recuperé el camino al trabajo. No fui muy lejos sin que alguien me estirase del brazo. Me sobresalté y di un paso atrás con el fin de protegerme. En el brusco giro que hice casi tiro a la persona que me había agarrado. Cuando levanto la vista, esa chica me estaba sonriendo. Parecía especialmente contenta no sé si por verme o por haber descubierto el piso de antes. La miré de arriba abajo. Tendría no más de dieciocho años. Estaba rebosante de energía, iba dando saltitos mientras señalaba el edificio y me iba lanzando preguntas rápidas que no llegaba a comprender. Y haberlas entendido hubiese sido incapaz de responderlas en un lapso de tiempo tan corto. Con una sacudida me quité su mano de encima y me largué. Justo antes de girarme vi lo que era una cara triste, parecía una niña pequeña decepcionada por no tener lo que buscaba. 

  La verdad, no quería herirla pero tampoco quería estar con ella. Su presencia me abrumaba. Además la escena era bastante violenta y podía dar paso a malentendidos. ¿Qué hacia yo con esa chica agarrada del brazo en mitad de la calle? No, yo pasaba de esos rollos. Me fui alejando de ella sabiendo que me estaba siguiendo con la mirada, esperando a que me girase. Yo sabía que no iba a hacerlo. No tenía nada que decirle y tampoco quería tener algo de decirle. Pero ella no opinaba igual así que antes de que pudiese desaparecer del mapa, ella lanzó un mensaje al aire:

- ¡Diana!

  Me paré un segundo y seguí andando. Y así fue como Querida Diana terminó entrando en mi vida. 

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