lunes, 3 de septiembre de 2018

Desaparecidos: Eric

  Conocí a Eric una mañana de octubre en un bar de la ciudad. Era una mañana más propia del verano que del otoño que asomaba en el horizonte. La gente paseaba por la ciudad con los jerséis en la mano, en manga corta en su gran mayoría. Algunos refugiaban sus ojos tras unas gafas de sol. Los sábados por la mañana me gustaba bajar al centro a darme un paseo y ver como la ciudad de transformaba en una amalgama de personas, animales y materiales. Me perdía como una más, me fundía con el mundo y perdía los sentidos dejándome llevar por el sentir general. A veces, como aquella mañana, entraba en un bar a tomarme una infusión y ganarle unos minutos al reloj. Ese día vi a Eric por primera vez. Sentado en la mesa de al lado me sorprendió que no estuviese absorto en su teléfono móvil como la mayoría de gente que se sienta en un rincón en soledad. Intuí que había terminado de desayunar y le quedaban unos segundos antes de volver a trabajar. No supe que era uno de los miembros del local hasta que me cobró con desgana, como si aquello no fuese con él. Tenía dos compañeros, uno pelirrojo, muy risueño y otro con el pelo negro y un pendiente en la oreja izquierda que no paraba de hablar. Salí de allí y fui para el piso que había alquilado. Mi antigua compañera se había largado pero me había asegurado que esa tarde llegaba el nuevo inquilino y que era de fiar. Y yo confié en sus palabras. 

  Llamé a Amelia para que me hiciese compañía. Sabía que no tenía nada que hacer y que iba a aceptar sin demasiada insistencia. A primera vista, Amelia parecía una niña pija y consentida, con su melena rubia infinita y bien cuidada, su falda y sus gafas negras. Era de aquella personas capaz de atraer todas las miradas, de parar el tiempo y congelar el espacio. El hecho de su existencia era motivo de parálisis social. No me apetece mucho hablar sobre como conocí a Amelia ni de como manteníamos una relación estrecha pero lo hacíamos. Al contrario de sus apariencias, Amelia se perdía constantemente en sus pensamientos, perdía de vista el mundo real con suma facilidad, mostraba desinterés en absolutamente todo y no hablaba con nadie. Eludía cualquier sitio donde se pudiese juntar mucha gente y vivía en los tiempos modernos sin redes sociales lo cual yo consideraba toda una proeza. En todo caso, Amelia vino e hizo que el reloj acelerase el ritmo para, por fin, conocer mi nuevo compañero de piso. 

  A las ocho sonó el timbre. Me quedé mirando a Amelia un rato no sé el motivo. Volvió a sonar. Suspiré y me levanté para abrir la puerta del rellano. Aproveché para hacer lo propio con la de casa, para que el nuevo inquilino no tuviese que volver a picar. Me quedé en el sofá esperando a que una señal me avisase de que había llegado. Pasaron unos minutos antes de que Eric hiciese acto de presencia. Él me miró como si fuese la primera vez y me desubicó un poco. Imagino que no se acordaba de mi. Le pregunté por el nombre, sus estudios e le enseñé la casa. Amelia seguía sentada y Eric no le hizo ni el menor caso. Me sentí un bicho raro entre ambos, tanto que me cercioné que no había viajado en el tiempo y que seguía en la misma ciudad de siempre. Ninguno de los dos se miró en ese primer día y sin motivo alguno me extrañé.

  Eric resultó ser un excelente compañero de piso. Era genial vivir con él, vivía a su rollo, iba a la facultad de ciencias, trabajaba y hacía los quehaceres de la casa incluso cuando no le tocaba. En época de exámenes se recluía en su habitación pero cuando tenía tiempo libre me proponía salir a tomar algo o a ayudarlo en sus compras. A veces se sentaba conmigo y con Amelia mientras se tomaba un café y escuchaba mis historias pues era la única de las tres que hablaba. No atraía tantas miradas como Amelia pero sin duda era un chico atractivo, vestía bien y tenía una aura de hombre misterioso y solitario. Durante dos años, Eric fue mi compañero de piso y me lo pasé en grande con él. De hecho, me había mentalizado en que se iría cuando yo me fuese pero él se marchó antes que yo del piso. Dijo que se iba a México, un poco a la aventura y a ver que le salía por ahí, que se había cansado de esperar y pensar. Había llegado el momento para él de ponerse a caminar por su cuenta y trazar nuevos lazos. 

  En su último día en casa pensé en hacerle una fiesta de despedida. Me lo pensé, él las aborrecía, así que nos quedamos él y yo en la mesa del comedor con unas cervezas abiertas encima de la mesa y hablando de la vida. Fueron unas horas que guardo en el recuerdo con mucho cariño, sentí que Eric se abría y me explicaba como era su mundo. Sentía casi admiración y la melancolía me apresó entre sus brazos. No quise que la noche se terminase. No quise que Eric se marchase para siempre. Al final, por alguna razón, hablamos de Amelia. Tenía fresca la imagen de ambos sentados en la misma habitación sin dirigirse una mirada. Estuve explicándole la historia, como nos conocimos, como habíamos construido puentes y como me sentía en ocasiones cuando me parecía que en aquella relación daba el doble o el triple de lo que jamás recibiría. Él me escuchó todo ese rato. Al final se levantó para ir a la cama. Le pregunté que pensaba de Amelia. Sin girarse y sin mirarme me respondió:

  -Esa chica... -suspiró -Esa chica no huele a mar. 

  Y se fundió con la oscuridad del pasillo. Ahí terminó mi vida con Eric. No he sabido que ha sido de él.

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