En el hipotético caso de que la vida me arrastrase por el mundo y tuviese que trazar una nueva senda para rehacerla, esperaría sentado a que mis pasos fuesen en la dirección que yo deseo y donde el corazón me lleve. Me ayudaría el viento y mi mirada marcaría, una vez más, las frías y vacías calles de Varsovia. Me sentí pleno andando entre sus casas, tiendas y sus gentes, carentes de felicidad y, aún así, sonriendo como si nada hubiese pasado.
Es evidente que Polonia no es un país más. No solamente por su historia más reciente (cosa que tienen todos los países) si no por lo que tiene dentro de ella y que solamente guarda para aquellos que buscan algo más que pura diversión. La tristeza de Varsovia que emana por cada una de sus piedras solamente es comparable a su belleza. No es complicado explicar como Chopin fue capaz de componer todos esos magníficos nocturnos siempre en su amada patria. Lo verdaderamente complicado sería como no hacerlo tras haber pisado suelo polaco. Cada rincón de la capital susurraba versos desesperados y exhalaba el último aliento del hombre. Camina la gente por sus calles principales en busca de refugio y de calor humano para tratar de evadirse de su propia realidad. Varsovia es el niño pequeño que aún trata de salir a descubrir el mundo exterior, que aún está intentando ponerse a la altura de sus semejantes sin perder sus verdaderos valores.
Fotografía propia, Tumba del soldado desconocido.
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