domingo, 3 de noviembre de 2013

Confesiones a la vieja usanza [III]: El precio del tiempo

  Siete días pueden pasar de muchas maneras dependiendo del contexto. No es lo mismo un minuto a solas que un minuto sin ti. Y así con millones de ejemplos más. El contexto resulta determinante para el paso del tiempo de una manera u otra. El reloj miente constantemente y el calendario me resulta totalmente innecesario si quiero vivir el presente. Ambos son solamente el resultado de esa fea costumbre que tiene el ser humano de querer medir todo aquello que le rodea para tener así una cierta apariencia de control sobre lo incontrolable, porque el tiempo no se puede controlar de ninguna manera, igual que tampoco se puede medir en su justa medida: el concepto del tiempo es algo banal e insustancial en todos los ámbitos teóricos posibles. Es algo que pasa y pasa, y nadie lo puede detener, ni hacerlo retroceder o hacerlo avanzar más rápido. ¿Se han imaginado alguna vez el fin del universo? Dejarían de existir las personas (buenas y malas), los animales y cualquier organismo vivo, el pasado sería destrozado y no habría futuro. Nadie podría leer los versos de Espronceda ni se volvería a oír la trilogía del Anillo de los Nibelungos de Wagner. Inutilizadas quedarían teorías como las de Einstein o Freud, a la vez que Maquiavelo perdería todo sentido. Se derrumbaría la torre Eiffel y nadie admiraría El Grito de Munch. La Sirenita se llenaría de polvo y se iría deteriorando hasta desaparecer y la películas de James Dean no evocarían emoción alguna. La Tierra terminaría siendo engullida y todo el universo tras ella, como si un gran agujero negro se lo zampase de un solo bocado. Nada quedaría para recordar, nada quedaría para olvidar. Incluso la esperanza sucumbiría ante tal desastre irremediable. Y en cambio, en esa absoluta nada que resulta ser inimaginable para cualquier hombre, el tiempo seguiría transcurriendo como si nada hubiese ocurrido, ajeno a toda desesperación y en medio del vacío total. La única diferencia erradicaría en que no habría nada ni nadie que pudiese medirlo: nada de relojes, teléfonos o calendarios... El tiempo, entonces, se transformaría en lo único existente en ese vacío. Pero aún sin ese control, seguiría atado a su destino que no es otro que seguir avanzando eternamente, ya no como segundo o como minutos si no como tiempo en todo su conjunto. Lo que desaparece son todas las medidas que atan al tiempo y que sirven para catalogarlo en un sitio u otro, en una zona u otra de la línea temporal que nos ata a la vida. Se pierde la capacidad de crear puntos fijos, situaciones irreversibles a la vez que desaparece el presente, el pasado y el futuro. Nadie podrá modificar su paso lento, como si de un reo condenado a muerte atravesase un pasillo infinito que le lleva al sitio donde se le condenará.

  Planteado de este modo quizás resulte un tanto desordenado, confuso y poco claro. Pues bien, nada podría evocar mejor (en el supuesto que resultase confuso) a mi yo en estos momentos. El tiempo puede pasar tantas veces como quiera que a uno no debería importarle. Lo importante tras tanta parafernalia filosófica y reflexiva, es lo que se hace en ese lapso de tiempo, sea cual sea la medida, sea cual sea la ubicación. Lo único que nos pertenece es nuestro presente y la capacidad de realizar cosas por nuestra cuenta. Lo voy a intentar simplificar: el tiempo no nos pertenece y jamás lo hará porque es algo que compartimos con el resto del universo aunque desconozcamos de su existencia. Lo que es nuestro es lo que ocurre dentro del tiempo. Un minuto como ente es algo vació, irrelevante. Un minuto son sesenta segundos. ¿Y qué son sesenta segundos? Pues son y serán lo que uno decide hacer en ese tiempo. No tiene sentido hablar de horas si no de lo que sucede dentro, y nadie puede darle valor a ese concepto fuera de nosotros y lo que hacemos, ya sea con gente o a solas. No importa donde estés ni adonde vayas, el minuto siempre será el mismo en su forma y solamente variará su contenido según el context que uno decida.

  Y ahí van mis motivos. Yo he vivido cada uno de esos motivos con una mezcla entre melancolía y nostalgia traicionera, regada con abundante tristeza. Pero entre tanta desolación siempre hay cosas que se pueden rescatar. Sonrisas, abrazos, un café o el sol de noviembre. Esta no va a ser la mejor etapa de mi vida si me quedo quieto, igual que este tampoco será el escrito más bello del mundo. Tampoco pretendo ni una cosa ni la otra. Es más una imperiosa necesidad que tengo de gritar y ponerme a divagar por los almacenes de mis recuerdos. Un montón de teorías que quizás algún día, a alguien que existe o existirá, le pueden llegar a interesar. Soy plenamente consciente de que hay cosas imposibles de medir o simplemente no hay motivo para hacerlo. Igual que hay cosas que son complicadas de transmitir aunque uno lo intente una vez tras otra. Yo he nacido con la suerte de poder escribir por placer y vivir acurrucado en una cuneta esperando a que la inspiración me llegue y me lleve a paisajes hasta ahora desconocidos. Y la inspiración aparece como tantas otras cosas, como un antojo de embarazada que sin saber el motivo está ahí y existe. Igual que millones de coses que no hemos visto y que nunca hemos llegado a imaginar. Cantidades ingentes de personas que pasean en calles poco visitadas. No sabemos el porque ni tampoco tendremos pruebas de ello, pero allí están, con sus pensamientos y sus historias.

  Y el ser humano aparece en la historia con su vana pretensión, en una ceguera y atado a un complejo de Dios de proporciones imposibles de concebir, intentando entrar en las entrañas del tiempo sin darse cuenta que las herramientas que ha creado lo siguen midiendo de forma inexacta. Tan inexacta que incluso sin funcionar podrían acertar dos veces como un reloj parado lo hace con la hora. Un día todo ello desaparecerá, los minutos, las horas, los días y los siglos de los siglos quedaran vacíos de historia, de sucesos. Entonces será cuando el tiempo se manifieste en su más pura e infinita expresión.




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